19 de diciembre de 2012

La piel de un tigre

Si me lo permiten me gustaría hoy meterme bajo la piel de un tigre.

Mi madre me parió entre las rejas oxidadas de una caravana en un viejo circo.

Era enero. El frío se colaba entre los barrotes. Nunca conocí a mi padre. Sólo recuerdo a mi madre. 
Todos los días, un par de veces al menos, la sacaban a latigazos para su actuación diaria. 

Sobre una carpa, en una pista de arena, repetía la escenografía aprendida. Saltos sobre el domador. Zarpazos al aire. Carreras entre bancos.
Después volvía. La traían por un túnel de rejas que acababa en nuestra jaula.
Ella se acercaba hasta mí y me lamía una y otra vez. No sé si me pedía perdón por haberse ido o porque sabía que me esperaba la misma vida que a ella.
Poco a poco fui creciendo. Primero, cachorro. Luego, joven... Lo mismo lamía la frente de mi madre que la mano de mi cuidador. Doscientos kilos de peso, pero con el mismo instinto que un gato.

Y llegó la hora de mi adiestramiento. Mi dueño me había reservado uno de los números más difíciles. Sería el encargado de realizar el clásico baile del fuego. Caminaría sobre un elefante mientras el sonido de un tambor envolvería todo el ambiente.
Comenzaron los ensayos. Me situaron sobre una plancha caliente y empezaron a elevar la temperatura de la misma. Al principio podía resistirlo, pero, poco a poco, empecé a quemarme. Entonces levanté primero una pata; luego, la otra, y así sucesivamente para aliviar el dolor. No podía huir, sólo intentar resistir. Mientras tanto escuchaba el sonido del tambor insistentemente. Al parecer, así acabaría relacionando las quemaduras con el sonido del instrumento. Cuando, finalmente, tras muchas repeticiones, subido a un elefante oyera éste, ante el temor de quemarme comenzaría a moverme como si estuviera andando. Ese era el plan y el método ancestralmente usado para enseñarme a hacerlo.
Hubo un problema.
Semanas más tarde, durante uno de los ensayos, bien por descuido o intencionadamente, subieron la temperatura por encima de cualquier límite. Mis gritos de dolor rompieron el aire. Las palmas de mis patas se quemaron para siempre.
Desahuciado por mis dueños, me vendieron por el valor de mi piel. No había esperanza para mí.
Pero quiso la vida regalarme una última oportunidad. Una certera intervención policial me rescató justo antes de mi sacrificio y me buscó un lugar donde vivir.
Hoy las quemaduras de mis patas son ya sólo un mal recuerdo.

Vivo en el Santuario de Animales Arca de Noé en El Roal, junto a otros tigres que, como yo, han conocido el lado más inhumano de los humanos. Nunca conoceremos la felicidad. No sabremos del sonido de la selva, ni del olor de la libertad.
Pero, al menos, tampoco seremos infelices. No tendremos miedo a nada. No cerraremos nuestros ojos cada día intuyendo el golpe que va a venir porque nadie jamás volverá a hacernos daño. 
Ojalá la vida de cada uno de nosotros sirva como ejemplo de lo que nunca debió ocurrir, de lo que jamás volverá a pasar.

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